Comentario
De la muerte del capitán don Nuño de Lara, la de su gente, con lo demás sucedido por traición de indios amigos
Partido Sebastián Gaboto para España con mucho sentimiento de los que quedaban, por ser un hombre afable, de gran valor y prudencia, muy esperto y práctico en la cosmografía, como de él se cuenta: luego el capitán don Nuño procuró conservar la paz que tenía con los naturales circunvecinos, en especial con los indios Timbúes, gente de buena marca y voluntad, con cuyos dos principales caciques siempre la conservó, y ellos acudiendo de buena correspondencia, de ordinario proveían a los españoles de comida, que como gente labradora nunca les falta. Estos dos caciques eran hermanos, el uno llamado Mangoré y el otro Siripó, ambos mancebos como de treinta a cuarenta años, valientes y expertos en la guerra, y así de todos muy temidos y respetados, y en particular el Mangoré, el cual en esta ocasión se aficionó de una mujer española, que estaba en la fortaleza llamada Lucía de Miranda, casada con un Sebastián Hurtado naturales de Écija.
A esta señora hacía el cacique muchos regalos y socorros de comida, y en agradecimiento ella le daba amoroso tratamiento, con que vino el bárbaro a aficionársele tanto, y con tan desordenado amor, que intentó hurtarla por los medios a él posibles. Convidando a su marido que se fuese algún día a entretener a su pueblo, y a recibir de él buen hospedaje y amistad, con buenas razones se le negó Hurtado; y visto que por aquella vía no podía salir con su intento por la compostura y honestidad de la mujer, y recato del marido, vino a perder la paciencia con grande indignación y mortal pasión, con la cual ordenó contra los españoles (de bajo de amistad) una alevosa traición, pareciéndole que por este medio sucedería el negocio de manera que la pobre señora viniese a su poder, para cuyo efecto persuadió al otro cacique su hermano, que no les convenía dar la obediencia al español tan de repente con tal subordinación, pues con estar en sus tierras eran tan señores y absolutos en sus cosas, que en pocos días lo supeditarían todo como las muestras lo decían, y si con tiempo no se prevenía este inconveniente, después cuando quisiesen no lo podrían hacer, con que quedarían sujetos a perpetua servidumbre, para cuyo efecto su parecer era, que el español fuese destruido y muerto, y asolado el Fuerte, no perdonando la ocasión y coyuntura que el tiempo ofreciese: a lo cual el hermano respondió que ¿cómo era posible tratase él cosa semejante contra los españoles, habiendo profesado siempre su amistad, y siendo tan aficionado a Lucía? que él de su parte no tenía intento ninguno para hacerlo, porque a más de no haber recibido del español ningún agravio, antes todo buen tratamiento y amistad, no hallaba causa para tomar las armas contra él; a lo cual Mangoré replicó con indignación, diciendo que así convenía se hiciese por el bien común, y porque era gusto suyo, a lo que como buen hermano debía condescender. De tal suerte supo persuadir a su hermano, que vino a condescender con él, dejando el negocio tratado entre sí para tiempo más oportuno, el cual no mucho después le ofreció la fortuna a colmo de su deseo; y fue que, habiendo necesidad de comida en el fuerte, despachó el capitán don Nuño cuarenta soldados en un bergantín en compañía del capitán Rui García, para que fuesen por aquellas islas a buscarla, llevando orden de volverse con toda brevedad con lo que pudiesen recoger.
Salido, pues, el bergantín, tuvo Mangoré por buena esta ocasión, y mucho más por haberse ido con los demás Sebastián Hurtado, marido de Lucía, y así luego se juntaron por orden de sus caciques más de cuatro mil indios, los cuales se pusieron de emboscada en un sauzal, que estaba medía legua del Fuerte en la orilla del río, y para con más facilidad conseguir su intento, y fuese más fácil la entrada en la fortaleza, salió Mangoré con treinta mancebos muy robustos cargados con comida de pescado, carne, miel, manteca y maíz, con lo cual se fue al Fuerte, donde con muestras de amistad lo repartió, dando la mayor parte al capitán y oficiales, y lo restante a los soldados, de quien fue muy bien recibido y agasajado de todos, aposentándole, dentro del Fuerte aquella noche, en la cual reconociendo el traidor que todos dormían, excepto los que estaban de posta en las puertas, y aprovechándose de la ocasión, hicieron señas a los de la emboscada, los cuales con todo silencio se llegaron al muro de la fortaleza, y a un tiempo los de dentro y los de fuera cerraron con las guardias, y pegaron fuego a la casa de las municiones, con que un momento se ganaron las puertas, y a su salvo mataron a las centinelas, y a los que encontraban de los españoles, que despavoridos salían de sus aposentos a la plaza de armas, sin poderse incorporar unos con otros, porque como era tan grande la fuerza del enemigo, cuando despertaron, ya unos por una parte, otros por otra, y otros en sus mismas camas los degollaban y mataban sin ninguna resistencia. Algunos pocos peleaban valerosamente, en especial don Nuño de Lara, que salió a la plaza con su espada y rodela por entre aquella gran turba de enemigos, hiriendo y matando muchos de ellos, acobardándolos de tal manera, que no había ninguno que osase llegar a él, viendo que por sus manos eran muertos; lo cual visto por los caciques e indios valientes, haciéndose afuera, comenzaron a tirarle con dardos y lanzas, con que le maltrataron de manera que todo su cuerpo estaba harpado y bañado en sangre; y en esta ocasión el sargento mayor con una alabarda, cota y celada se fue a la puerta de la fortaleza, rompiendo por los escuadrones, entendiendo poderse señorear de ella, ganó hasta el umbral, donde hiriendo a muchos de los que tenían ocupada, y él así mismo recibiendo muchos golpes, aunque hizo gran destrozo, matando a muchos de los que le cercaban, de tal manera fue apretado de ellos, que tirándole gran número de flechería, con que fue atravesado, cayo muerto. En esta misma ocasión el alférez Oviedo y algunos soldados de su compañía salieron bien armados, y cerraron contra una gran fuerza de enemigos que estaban en la casa de las municiones (por ver si la podían socorrer), y apretándolos con mucho valor, fueron mortalmente heridos y despedazados sin mostrar flaqueza hasta ser muertos, vendiendo sus vidas en tan cruel batalla a costa de infinita gente bárbara.
A este mismo tiempo el capitán don Nuño procuraba acudir a todas partes, y herido por muchas, y desangrado sin poder remediar nada, con valeroso ánimo se metió en la mayor fuerza de enemigos, donde encontrando con él Mangoré, le dio una gran cuchillada, y asegurándole con otros dos golpes, le derribó muerto en tierra, y continuando con grande esfuerzo y valor, fue matando otros muchos caciques e indios, con que ya muy desangrado y cansado con las muchas heridas cayó en el suelo, dónde los indios le acabaron de matar, con gran contento de gozar de la buena suerte en que consistía el buen efecto de su intento; y así con la muerte de este capitán fue luego ganada la Fortaleza, y toda ella destruida sin dejar hombre a vida, excepto cinco mujeres, que allí había con la muy cara Lucía de Miranda, y algunos tres o cuatro muchachos, que por ser niños no los mataron y fueron presos y cautivos, haciendo montón de todo el despojo para repartirle entre toda la gente de guerra, aunque esto más se hace para aventajar a los valientes: y para que los caciques y principales escojan y tomen para sí lo que mejor les pareciere. Lo cual hecho, y visto por Siripó la muerte de su hermano, y la dama que tan cara le costaba, no dejó de derramar muchas lágrimas, considerando el ardiente amor que le había tenido, y el que en su pecho iban sintiendo tener a esa española, y así de todos los despojos que aquí se ganaron, no quiso por su parte tomar otra cosa, que por su esclava a la que por otra parte era señora de su albedrío, la cual puesta en su poder no podía disimular el sentimiento de su gran miseria con lágrimas de sus ojos, y aunque era bien tratada y servida de los criados de Siripó, no era eso parte para dejar de vivir con mucho desconsuelo por verse poseída de un bárbaro, el cual viéndola tan afligida un día, por consolarla la habló con muestras de gran amor, y le dijo, de hoy en adelante, cara Lucía, no te tengas por mi esclava, sino por mi querida mujer, y como tal puedes ser señora de todo cuanto tengo, y hacer a tu voluntad uso de ello de hoy para siempre, y junto con esto te doy lo más principal, que es mi corazón. Las cuales razones aflijieron sumamente a la triste cautiva, y pocos días después se le acrecentó más el sentimiento con la ocasión que de nuevo se le ofreció, y fue que en este tiempo trajeron los indios corredores preso ante Siripó a Sebastián Hurtado, el cual habiendo vuelto con los demás del bergantín al puerto de la Fortaleza, saltando en tierra, la vio asolada y destruida con todos los cuerpos de los que allí murieron, y no hallando entre ellos el de su querida mujer, y considerando el caso, se resolvió de entrarse entre aquellos bárbaros, y quedarse cautivo con su mujer; estimando eso en menos, y aun dar la vida, que vivir ausente de ella. Y sin dar a nadie parte de su determinación, se metió por aquella vega adentro, donde al otro día fue preso por los indios, y presentado con las manos atadas a su cacique el principal de todos, el cual como lo conoció, le mandó quitar de su presencia, dando orden que le matasen; la que oída por su triste mujer, inmediatamente con innumerables lágrimas rogó a su nuevo marido no se ejecutase, antes le suplicaba le otorgase la vida, para que ambos se empleasen en su servicio como verdaderos esclavos, de que siempre estarían muy agradecidos; a lo que Siripó condescendió por la gran instancia con que se lo pedía aquella a quien él tanto deseaba agradar; pero con un precepto muy riguroso, que fue que so pena de su indignación, y de que le costaría la vida, si por algún camino alcanzaba que se comunicaban; y que él daría a Hurtado otra mujer con quien viviese con mucho gusto, y le sirviese; y junto con eso le daría él tan buen tratamiento como si fuera no esclavo, sino verdadero vasallo y amigo. Los dos prometieron de cumplir lo que se les mandaba, y así se estuvieron por algún tiempo sin dar ninguna nota; mas como quiera que para los amantes no hay leyes que les obliguen a dejar de seguir el rumbo donde los lleva la violencia del amor, no perdían la ocasión, siempre que había oportunidad, porque de ordinario tenía Hurtado los ojos puestos en su Lucía, y ésta en su verdadero consorte, de manera que fueron notados por algunos de la casa, y en especial de una india, mujer que había sido muy estimada de Siripó, y repudiada por la española; esta india, movida de rabiosos celos, le dijo a Siripó: muy contento estáis con vuestra nueva mujer, mas ella no lo está con vos, porque estima más al de su nación y antiguo marido, que a cuanto tenéis y poseéis; por cierto lo habéis muy bien merecido, pues dejasteis a la que por naturaleza y amor estabais obligado, y tomasteis la extranjera y adúltera por mujer. Siripó se alteró, oyendo estas razones, y sin duda ninguna ejecutara su saña en los dos amantes un castigo atroz; mas dejólo de hacer hasta certificarse de la verdad de lo que se decía, disimulándolo; de allí en adelante andaba con mucho cuidado, por ver si podía pillarlos juntos, o como dicen, con el hurto en la mano. Al fin se le cumplió su deseo, y cogidos, con infernal rabia mandó hacer una grande hoguera para quemar a la buena Lucía, y puesta en ejecución la sentencia, ella la aceptó con gran valor, sufriendo aquel incendio donde acabó su vida como verdadera cristiana, pidiendo a Dios Nuestro Señor hubiese misericordia de ella y perdone sus grandes pecados; y en seguida el bárbaro cruel mandó asaetar a Sebastián Hurtado, y así lo entregó a muchos mancebos, que le ataron de pies y manos, y amarraron a un algarrobo, donde fue flechado por aquella bárbara gente, hasta que acabó su vida; arpado todo el cuerpo, y puesto los ojos en el cielo, suplicaba a Nuestro Señor le perdonase sus pecados, de cuya misericordia es de creer que marido y mujer están gozando de su santa gloria. Todo lo cual sucedió el año de 1532.